Homenaje a la memoria del profesor Alexis Márquez Rodríguez
Para honrar la memoria del profesor Alexis Márquez Rodríguez le dejo el discurso que ofreció en la Clase magistral sobre Autonomía y
Revolución, en acto intergremial organizado por Universitarios por la
Autonomía y la Democracia el lunes 10 de mayo de 2003 en la Sala de
Conciertos de nuestra Alma Mater.
Comité Organizador. Profesores Amalio Belmonte, Alberto Fernández, Igor
Albornet Inírida Rodríguez, Raquel
Gamus, Ximena Agudo y Edgar Aponte
¡Extraordinario aporte del Profesor Márquez Rodríguez a la
discusión y defensa de la Autonomía Universitaria!
AUTONOMÍA UNIVERSITARIA Y REVOLUCIÓN
Alexis
Márquez Rodríguez
La autonomía universitaria es una de esas instituciones
que, no obstante ser por definición esenciales, despiertan, sin embargo, agudas
controversias. Desde su aparición, con el nacimiento mismo, en la Edad Media,
de la universidad como centro fundamental de la educación y la cultura, ha sido
un tema permanente de debate. Quizás eso se deba a que, sin ser propiamente un
ente político, la universidad, y con ella la idea de su autonomía,
siempre han estado vinculadas a la política. Y es sintomático el hecho de que
grupos e individualidades ajenos, u opuestos a los gobiernos de turno,
vehementes defensores de la autonomía universitaria, una vez que acceden
al poder se tornan sus enemigos abiertos o velados, muchas veces con encono
igual o superior a la vehemencia con que antes la defendieron.
Que la autonomía es consustancial con el concepto
de universidad se evidencia por el hecho de que, como ya dije, ella nace
con la universidad. Las primeras universidades del mundo, al menos del llamado mundo
occidental, la de Bolonia, fundada en el siglo XI; las de París (Sorbonne;
siglo XII), Oxford (siglo XII), Salamanca (1243), Cambridge (siglo XIII), etc.,
se organizan sobre una base autonómica. De España la autonomía universitaria
se trasplanta a América. Ya en las Siete Partidas, del rey Alfonso el
Sabio, en el siglo XIII, se reconocía el régimen autonómico de la Universidad
de Salamanca, que sirve, junto con la de Alcalá de Henares, de modelo a las
demás universidades españolas, incluyendo las que, a partir del siglo XVI, se
fundan de este lado del Atlántico.
La autonomía universitaria
se erige primordialmente frente al Estado y los gobiernos. Ello se explica,
entre otras razones, porque en principio se trata de instituciones privadas o
semiprivadas, ajenas al aparato gubernamental, aunque muchas de ellas fueron
reconocidas oficialmente, e incluso se les brindó protección y ayuda
financiera. Pero aun así, la universidad fue siempre muy celosa de su
independencia y de su autonomía frente a los grupos e individualidades
gobernantes, incluida la Iglesia, pues aunque muchas universidades se fundan
por iniciativa de determinadas órdenes religiosas, e incluso en el recinto de
conventos y monasterios, también es cierto que sus fundadores y promotores
siempre procuraron deslindarse de la jerarquía eclesiástica, sin abjurar de sus
creencias y dogmas. En muchas de aquellas primitivas universidades se
produjeron vivas e iluminadoras controversias sobre los pareceres oficiales de
la Iglesia de Roma.
En el origen del sistema autonómico se reconoce,
además, el propósito de salvaguardar la función esencial de las universidades,
cual es la búsqueda del saber y la verdad, y su preservación como patrimonio
cultural que ha de trasmitirse de generación en generación. Y esa búsqueda del
saber y la verdad tiene necesariamente que hacerse a resguardo de
interferencias que, como las de carácter político, en especial las provenientes
de las esferas del poder gubernamental, pudieran mediatizarla y entorpecerla.
Pero a esa explicación del origen de la autonomía,
fundada en el noble principio de preservación del saber y la verdad, debe
agregarse otra, ya no tan noble, sobre todo por su carácter pragmático. Me refiero
al hecho de que, siendo el saber y la verdad una fuente primordial de poder,
caro tenía que ser a quienes basaban su poderío en esa fuente el propósito de
que esta permaneciese fuera del control de los factores del poder estatal y
gubernamental. Por siglos el saber y la verdad han sido monopolio de elites
sociales que, para perpetuarse en sus privilegios procuran mantener celosamente
bajo su control las claves del conocimiento y de las ciencias, que de esa
manera se tornan en instrumentos de dominación y vasallaje.
En Venezuela la autonomía universitaria tiene una
larga tradición. Nuestra primera universidad, la Universidad de Caracas,
posteriormente rebautizada Universidad Central de Venezuela, nace el 22
de diciembre de 1721, cuando, por Real Cédula del rey Felipe V, se elevó a la
categoría de universidad lo que hasta entonces había sido el Colegio
Seminario Tridentino de Santa Rosa de Lima. Posteriormente, por Real Cédula
del 4 de octubre de 1781, el rey Carlos IV le concede la autonomía,
plasmada en la autorización para dictar su propia constitución y sus
reglamentos, y para elegir el rector por el Claustro universitario.
Aquel inicial régimen autonómico se mantiene hasta
el 15 de julio de 1827, ya consumada la independencia, cuando el Libertador, Presidente
de Colombia la llamada Gran Colombia promulga los Estatutos
Republicanos elaborados por la propia Universidad, y en los cuales se
mantiene el principio autonómico que venía de la Colonia, además de que se dona
a la Universidad de Caracas un conjunto de haciendas sumamente productivas,
para que con sus rentas financiaran las actividades universitarias.
La autonomía se ratifica en el Código de
Instrucción Pública de 1843, en el que se establece que las autoridades de
la universidad serán electas por un Cuerpo Electoral formado por todos los
catedráticos propietarios, y de tres representantes electorales en la de
Caracas, dos en la de Mérida, nombrados por cada una de las facultades. En
cuanto a los profesores, serán designados por concurso.
La primera agresión contra la autonomía
de la universidad venezolana se produjo en 1849, bajo la presidencia de José
Tadeo Monagas. Ese año se dicta un nuevo Código de Instrucción Pública,
en realidad una mera reforma del anterior, con la sola finalidad de permitir la
injerencia del gobierno en el régimen universitario, especialmente en el
nombramiento y remoción de los catedráticos. Allí se dice que no podrán proveerse las cátedras en propiedad, ni
en interinato en personas desafectas al Gobierno Republicano o sospechosas de
su amor al espíritu democrático del sistema de Venezuela. También podrá el
Poder Ejecutivo, usando de la facultad gubernativa, remover de sus cátedras a
los catedráticos que fueren desafectos al Gobierno o del espíritu democrático
del sistema de la República.
Esta disposición fue derogada en 1858, a raíz de la
llamada Revolución de Marzo. Pero fue restituida en 1863, por decreto del Gral.
Juan Crisóstomo Falcón, que ponía en vigencia de nuevo todo el ordenamiento
jurídico que regía para el 14 de marzo de 1858, anterior a la mencionada Revolución.
Sin embargo, la mayor agresión contra la autonomía
universitaria se perpetró bajo el gobierno del Gral. Antonio Guzmán Blanco,
quien por Decreto del 24 de septiembre de 1883 dispone, en primer lugar, que El
Rector y el Vicerrector serán nombrados libremente por el Ejecutivo Federal,
que nombrará también a los catedráticos, de ternas propuestas por el Rector. En
decretos posteriores, Guzmán despoja a las universidades de sus bienes propios,
obligándolas a la venta de todas sus propiedades urbanas y rurales,
estableciendo que en lo sucesivo cubrirán sus gastos con los fondos que
anualmente se les asigne en el Presupuesto Nacional. Con ello se instituye de
manera definitiva un sistema de financiamiento que, aun existiendo la autonomía
universitaria, entraba, mediatiza y muchas veces aniquila el sistema
autonómico, toda vez que deja en manos del Ejecutivo un instrumento infalible
de control de las universidades, mediante la entrega discrecional de los recursos
asignados en la Ley de Presupuesto.
Es un hecho incontrovertible que la más perfecta autonomía
universitaria no puede funcionar a cabalidad si la universidad no es, al
mismo tiempo, económicamente autárquica. Hasta el decreto de Guzmán la Universidad
de Caracas había venido funcionando con bastante libertad, no sólo por su
régimen autonómico, sino también porque los bienes que poseía le producían
dinero suficiente y oportuno para atender a sus necesidades, que, por lo demás,
no eran demasiado elevadas, tanto porque era aún una universidad pequeña y poco
desarrollada, como porque la enseñanza en general, incluida la de nivel
superior, no resultaba tampoco demasiado costosa, como sí lo es hoy. Desde
entonces, y por la práctica inveterada de entregar las asignaciones
presupuestarias por mensualidades los famosos e inquietantes dozavos,
cada universidad está a merced del Ejecutivo en lo tocante a la disponibilidad
de sus recursos financieros, con mengua de su autonomía, aun cuando esta
aparezca consagrada en la Constitución y las leyes respectivas.
El régimen antiautonómico establecido por Guzmán
atraviesa todo el restante siglo XIX y se mantiene hasta bien entrado el XX.
Durante las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, que ocupan el
primer tercio del siglo XX, el dominio gubernamental sobre las universidades
fue absoluto, como en todos los demás aspectos de la vida nacional.
Fue en 1940, bajo el gobierno del Gral. Eleazar López
Contreras, siendo Ministro de Educación Nacional el Dr. Arturo Úslar Pietri,
cuando, al dictarse una nueva Ley de Educación, se restituyó
parcialmente la autonomía, al establecer que cada una de las escuelas
universitarias elegiría dos candidatos para integrar una lista que, cada tres
años, el respectivo Consejo Universitario elevaría al Poder Ejecutivo, para que
de ella se designaren el rector, el vicerrector y el secretario. Fue una tímida
reforma, que, sin embargo, significó un paso de avance. No obstante, duró poco
el ensayo, que trajo una serie de vicios y problemas por el fomento de roscas y caudillismos, no por académicos menos
funestos. En 1943, al reformarse la Ley de Educación, bajo el gobierno
del Gral. Isaías Medina Angarita y el ministerio del Dr. Rafael Vegas, se
restableció la facultad del Poder Ejecutivo de designar y remover libremente
las autoridades universitarias, además de algunas otras disposiciones
relacionadas con la designación de los profesores, con desconocimiento del
principio autonómico.
El derrocamiento del Gral. Medina Angarita, el 18 de
octubre de 1945, abrió una nueva etapa en la historia contemporánea de
Venezuela. En abril de 1946 el nuevo rector de la Universidad Central, Dr. Juan
Oropesa, designa una comisión encargada de elaborar un proyecto de estatuto
universitario. La forman los doctores Rafael Pizani, quien la preside, Eduardo
Calcaño, Raúl García Arocha, Francisco Montbrún y Eugenio Medina, y un
representante estudiantil, el Br. Alejandro Osorio. Es la primera vez en
nuestro país que oficialmente se toma en cuenta al estudiantado en funciones
relacionadas con el gobierno y administración de las universidades.
El proyecto de la comisión contemplaba una amplia
autonomía, no sólo en cuanto al gobierno de las universidades, sino también en
el orden financiero y administrativo. La doctrina que guió a la comisión en
este aspecto quedó muy bien plasmada en la carta que esta dirigió al rector de
la Universidad Central remitiéndole el proyecto. Allí, entre otras cosas, se
dice lo siguiente: Estimamos que uno de los inconvenientes más ciertos con que ha
tropezado la formación de una conciencia universitaria en el país requisito
indispensable para que la Universidad pueda desenvolverse como institución
pública nacional, es el haberla considerado y tratado, desde fines del siglo
XIX, como un simple apéndice burocrático del Ministerio de Educación Nacional.
Porque en tales condiciones no habrá problema universitario que no adquiera
inmediatamente el carácter de una cuestión política; no habrá iniciativa
universitaria que no sea juzgada o prejuzgada en su posible contenido
político; no habrá decisión, por útil y evidente que sea para el interés
universitario puro, que no sea demorada, deformada o desechada por el interés
político, cuando no por el simple capricho o conveniencia de algún empleado
influyente.
En nuestro
concepto, si se quiere intentar seriamente una reforma a fondo de las
Universidades Nacionales, es necesario comenzar por independizarlas de esas
influencias que desnaturalizan su misión y su sentido. Independizarlas no formalmente,
como lo hizo la Ley de Educación Nacional de 1940, que mientras admitía una
tímida autonomía en la designación de las autoridades universitarias dejaba,
sin embargo, a las Universidades atadas a la voluntad del Ejecutivo con el
cordón administrativo del presupuesto; sino una autonomía no simulada,
que permita el amplio desenvolvimiento de la Universidad mediante la fijación
de una cuota anual fija (no menor del 2 % en el Proyecto) del Presupuesto de
Rentas Públicas de la Nación y la garantía de libertad de manejo de sus fondos,
sin la perturbación agobiante del procedimiento administrativo para su
inversión.
Desafortunadamente, esta saludable doctrina no fue acogida por la
Junta Revolucionaria de Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt quien, por
cierto, como dirigente de la Generación del 28 había sido un entusiasta
propulsor de la autonomía, y el Estatuto, dictado el 28 de septiembre
de 1946, firmado también, como miembros de la Junta, por otros fervorosos
partidarios de la autonomía universitaria en un pasado aún reciente,
Raúl Leoni, Gonzalo Barrios, Luís Beltrán Prieto y Edmundo Fernández,
estableció que El Rector, el Vicerrector
y el Secretario son de libre designación y remoción del Ejecutivo Federal. Tampoco
se aceptó que en la Ley de Presupuesto se estableciese una asignación
anual no menor del 2 % para las universidades, como lo señalaba el proyecto, y
ese monto se fijó entre el 1 y el 2 por ciento.
Las razones para este desconocimiento de la autonomía
se centraron en el argumento de que en el Claustro de las universidades se
había ido imponiendo una concepción reaccionaria, que era necesario remover,
para dar paso a autoridades progresistas y a un clima universitario acorde con
los nuevos aires supuestamente revolucionarios que en el país se respiraban.
Argumento discutible, sobre todo si se toma en cuenta que en el pasado
habían sido nombrados rectores de ideas avanzadas, como es el caso del Dr.
Rafael Pizani, cuya ideología democrática y progresista nadie pone en duda,
quien, por cierto que muy joven aún (tenía apenas 34 años), había sido rector
de la UCV durante la presidencia del Gral. Medina Angarita.
Sin embargo, el Estatuto de 1946 estableció, por
primera vez en el país, la representación de los estudiantes en el Consejo Universitario,
los Consejos de Facultad y las Asambleas de Facultad. Igualmente, y como paso
de avance muy significativo, consagró también la libertad de cátedra,
que es consustancial con el concepto de autonomía universitaria. En su
artículo 45, en efecto, el Estatuto disponía que Los Profesores de las Universidades Nacionales
deben elaborar los programas de sus correspondientes asignaturas y someterlas
para su aprobación a las Facultades, pero conservan completa independencia en
la exposición de opiniones o doctrinas acerca de la materia que enseñan.
No obstante sus aspectos
positivos, a pesar de no ser plenamente autonómico, la aplicación del Estatuto
de 1946 generó graves problemas, no sólo ni tanto por su contenido mismo, sino
mas bien como repercusión en el ámbito universitario del clima político que la
nueva situación del país, a raíz de la arrogantemente llamada Revolución de
Octubre, había creado, situación caracterizada por el populismo y la demagogia
puestas en práctica desde los círculos gubernamentales. Además, se trasladó a
las universidades el clima de sectarismo y de pugnacidad que imperó en todo el
país durante los tres años de la Junta Revolucionaria de Gobierno y los nueve
meses de la presidencia de Rómulo Gallegos. No es exagerado decir que tal
situación determinó que en poco tiempo la universidad como institución, y su
régimen de gobierno, que no era, como ya se ha visto, propiamente autonómico,
cayesen en un profundo desprestigio ante la opinión pública nacional.
Sin embargo, en noviembre 1948, una vez derrocado el
presidente Gallegos por un nuevo golpe militar, esta vez sin apoyo civil, la
Junta Militar de Gobierno, presidida por el Teniente Coronel Carlos Delgado
Chalbaud, y siendo ministro de educación el Prof. Augusto Mijares, por Decreto
del 23 de diciembre de 1948 mantuvo en vigencia el Estatuto Orgánico de
1946. Pero el derrocamiento de Gallegos, que no había causado mayores
reacciones en el pueblo, al reanudarse las actividades educativas, en enero de
1949, sí originó graves disturbios estudiantiles, dándose inicio a un período
muy conflictivo, que culminó en 1951, cuando la Junta de Gobierno, presidida
por el Dr. Germán Suárez Flamerich, constituida a raíz del asesinato, en
noviembre de 1950, del presidente de la Junta Militar, Delgado Chalbaud, con
fecha 1 de septiembre destituyó las autoridades de la Universidad Central de
Venezuela, encabezadas por el rector Dr. Julio de Armas, y para sustituirlo se
trajo desde Mérida al Dr. Eloy Dávila Celis, quien venía precedido de un gran
desprestigio, por su actuación despótica y represiva como rector de la
Universidad de los Andes, contra quien se habían producido graves disturbios en
aquella universidad. Este nombramiento fue rechazado por el estudiantado, de
forma que la UCV se hizo absolutamente ingobernable. Lo cual determinó que mes
y medio después, el 17 de octubre, por decreto Nº 321, la Junta de Gobierno
interviniese la UCV y ordenase su reestructuración total, a cuyo efecto designó
un llamado Consejo de Reforma, presidido por el médico Dr. Julio García
Álvarez. En el mismo decreto se derogaba expresamente el Estatuto Orgánico
de 1946, con lo cual naufragaba definitivamente el experimento que este
representaba, que, sin ser propiamente autonómico, contenía, no obstante,
importantes innovaciones, consagratorias de la autonomía en algunos
aspectos, como el nombramiento de los profesores, la libertad de cátedra y el
principio de cogobierno estudiantil. De nuevo estallan disturbios
estudiantiles, a lo cual se une la tenaz resistencia de una mayoría de
profesores, quienes, en repudio al Consejo de Reforma, pusieron sus cargos a la
orden, hasta tanto se rectificasen aquellas medidas y se restableciese el
principio básico de autonomía. Ante aquella nueva situación de
ingobernabilidad no hubo más salida que clausurar la universidad por tiempo
indefinido, declarando insubsistentes las partidas presupuestarias destinadas a
sufragar el pago de los sueldos de los profesores. Al mismo tiempo se destituyó
a más de 140 catedráticos y se expulsó a 137 estudiantes. No conforme con eso,
la dictadura encarceló a muchos de ellos y a otros los expulsó del país, la
mayoría de los cuales sólo pudieron regresar en 1958, una vez derrocada la
dictadura perezjimenista. No hay duda de que estos episodios son los más
resaltantes como hitos históricos altamente significativos en la lucha por la autonomía
universitaria.
Más de un año duró el cierre de la UCV. En julio de 1953
se dictó una nueva Ley de Universidades Nacionales, que restituía la
forma de gobierno tradicional de las universidades, con lo que se extinguía el
Consejo de Reforma. Esta ley terminó de aniquilar todo vestigio de autonomía
universitaria, pues dispuso que el libre nombramiento y remoción de todos
los funcionarios universitarios, incluso los profesores, a quienes se calificó
de empleados públicos, correspondía al
presidente de la república. En agosto de ese mismo año se designó a las
autoridades y se reiniciaron las actividades, en una nueva etapa signada por
conflictos de diversos grados de importancia, hasta culminar con la caída de la
dictadura, en enero de 1958.
Uno de los actos más importantes de la Junta de Gobierno
que sustituyó al dictador, en esta ocasión ya presidida por el Dr. Edgar
Sanabria, de honorable y dilatada trayectoria universitaria, fue dictar una
nueva Ley de Universidades, la misma que, con algunas reformas, ha
estado vigente hasta hoy. Por temprano decreto de la Junta, del 17 de febrero,
todavía bajo la presidencia de vicealmirante Wolfgang Larrazábal, se creó una
comisión encargada de redactar un proyecto de ley universitaria, con expreso
mandato de que contemple y asegure la
autonomía universitaria². Esa comisión estuvo formada por los doctores Fancisco
De Venanzi, quien la presidía, Rafael Pizani, Ismael Puerta Flores, Rubén
Coronil, Raúl García Arocha, Armando Vegas, J. L. Salcedo Bastardo, Jesús M.
Bianco, Marcelo González Molina, Héctor Hernández Carabaño, Francisco Urbina y
Ernesto Mayz Vallenilla, y en representación de los estudiantes el bachiller
Edmundo Chirinos.
Virtud primordial de la Ley de Universidades,
promulgada el 5 de diciembre de 1958 razón por la cual se instituyó esta fecha
como Día del Profesor Universitario es que, no sólo instaura plenamente
la autonomía, sino que también la define en términos amplios e
inequívocos. El art. 8, en efecto, establece que Las Universidades son
autónomas, de acuerdo con lo establecido en la presente Ley. En
concordancia con ello, el art. 6 dispone que El recinto de las Universidades es inviolable.
Su vigilancia y el mantenimiento del orden dentro de él son de la competencia y
responsabilidad de las autoridades universitarias; no podrá ser allanado sino
para impedir la consumación de un delito o para cumplir las decisiones de los
Tribunales de Justicia. Otros artículos se refieren explícitamente a la autonomía
administrativa, que es especialmente amplia en lo tocante al manejo de los
fondos propios de cada universidad, incluidas las partidas que le sean
asignadas en la Ley de Presupuesto.
En cuanto al nombramiento de sus autoridades, la Ley
es igualmente muy amplia. Las autoridades rectorales serán designadas por el
Claustro de cada universidad, formado por los profesores Asistentes, Agregados,
Asociados, Titulares, Honorarios y jubilados; los representantes estudiantiles
y los de los egresados.
La Ley consagra también la libertad y la pluralidad
de cátedra. El art. 4 dice: La enseñanza universitaria se inspirará en un
definido espíritu de democracia, de justicia social y de solidaridad humana, y
estará abierta a todas las corrientes del pensamiento universal, las cuales se
expondrán y analizarán de manera rigurosamente científica. En concordancia con
esto el art. 94 contempla que los
miembros del personal docente y de investigación deben elaborar los programas
de sus asignaturas, o los planes de sus trabajos de investigación, y someterlos
para su aprobación a las respectivas autoridades universitarias, pero conservan
completa independencia en la exposición de la materia que enseñan y en la
orientación y realización de sus trabajos.
Sin el más mínimo desmedro de la autonomía, la Ley
dispuso asimismo que las universidades nacionales deben trabajar de manera
coordinada, ya que, según el art. 5, La
finalidad de la Universidad es una en
toda la Nación. A
ese propósito se instituyó el Consejo Nacional de Universidades, con fines de
coordinación, formado por el ministro de educación, quien lo preside, los
rectores de las universidades nacionales y de las privadas, un decano y un
delegado estudiantil por cada universidad nacional o privada.
Hasta su reforma parcial, en 1970, esta Ley de
Universidades consagró de la manera más amplia la autonomía. En ese
sentido fue única en el mundo y en la historia de la autonomía universitaria,
porque aun en los sistemas autonómicos más avanzados siempre ha habido algún
resquicio legal que permite a los gobiernos intervenir en la dirección y
funciones de las universidades. En cambio, mientras nuestra ley no fue
reformada en ese sentido, el único expediente del Gobierno venezolano para
inmiscuirse en la vida de las universidades fue el allanamiento de la autonomía
y la intervención de facto, de evidente carácter ilegal. Que fue precisamente lo
que ocurrió en 1970, y había ocurrido también en 1960.
En 1969 estalló en la UCV un amplio movimiento de
reforma, conocido con el nombre de Renovación Académica. Este movimiento
alcanzó niveles muy radicales, especialmente en ciertas facultades y escuelas.
Entre sus objetivos la renovación perseguía la revisión a fondo de
los planes y programas de estudio; la llamada auditoria académica, por
la cual los estudiantes harían la evaluación de sus profesores en razón de sus
condiciones éticas y de su rendimiento académico; la ampliación de la
representación estudiantil en las funciones electorales y de cogobierno, hasta
hacerla paritaria con la de los profesores, y la participación de los empleados
y obreros de la Universidad en dichas funciones.
El movimiento de renovación alarmó, no sólo al
gobierno, presidido por el Dr. Rafael Caldera, y a su partido COPEI, sino
también al partido Acción Democrática, que estaba en la oposición, pero tenía
una fuerza decisiva en el Congreso Nacional. La situación en la UCV se tornó
crítica, y aunque las cosas parecían enrumbarse hacia una cierta normalización
de la vida universitaria, el gobierno, al parecer por presión militar, decidió
violar la autonomía e intervenir la Universidad, ocupando militarmente
todas sus dependencias. Previamente a ello, los partidos COPEI y Acción
Democrática se pusieron de acuerdo para realizar en el Congreso una urgente
reforma de la Ley de Universidades, la cual fue promulgada el 8 de septiembre
de 1970. Aunque esta reforma mantuvo el sistema autonómico, disminuyó
bastante sus alcances y su eficacia, en aras de un mayor poder de injerencia
del Gobierno en la vida de las universidades. Curiosamente, la reforma comenzó
por ampliar y precisar el concepto de autonomía. El artículo 9, en
efecto, definió cuatro áreas autonómicas: 1) Autonomía organizativa; 2) Autonomía
académica; 3) Autonomía administrativa; 4) Autonomía económica y
financiera. Sin embargo, redujo en forma drástica el concepto de autonomía
territorial, pues aunque mantuvo en su art. 7 que El recinto de las Universidades es
inviolables, a renglón seguido agregó: Se entiende por recinto
universitario el espacio precisamente delimitado y previamente destinado a la
realización de funciones docentes, de investigación, académicas, de extensión o
administrativas, propias de la Institución. Corresponde
a las autoridades nacionales y locales la vigilancia de las avenidas, calles y
otros sitios abiertos al libre acceso y circulación, y la protección y
seguridad de los edificios y construcciones situados dentro de las áreas donde
funcionen las universidades, y las demás medidas que fueren necesarias a los
fines de salvaguardar y garantizar el orden público y la seguridad de las
personas y de los bienes, aun cuando estos formen parte del patrimonio de la
Universidad.
La reforma debilitó o cercenó otros aspectos de la autonomía.
Pero lo más grave fue establecer la potestad del Ejecutivo Nacional, si bien
indirectamente, para destituir las autoridades universitarias. En efecto, entre
las nuevas atribuciones dadas al Consejo Nacional de Universidades, cuya
composición se reformó para lograr una mayoría oficialista, se establece lo
siguiente: 12. Previa audiencia del afectado, suspender del ejercicio de sus
funciones al Rector, a los Vicerrectores, o al Secretario de las Universidades
Nacionales cuando hubieren incurrido en grave incumplimiento de los deberes que
les impone esta Ley. Acordada la suspensión, el funcionario o los funcionarios
afectados por la medida podrán, dentro de los treinta días siguientes a la
última notificación, presentar los alegatos que constituyan su defensa y
promover y evacuar ante el Secretario Permanente del Consejo las pruebas
pertinentes. Vencido dicho lapso el Consejo decidirá, con vista de los
elementos que consten en el expediente, sobre la restitución o remoción del
funcionario o de los funcionarios suspendidos. Esta disposición se complementa
con la del numeral 14: Declarar, en el caso previsto en los numerales 12 y 13
de este artículo, a la Universidad afectada en proceso de reorganización cuando
la medida de remoción hubiese sido impuesta conjuntamente al Rector, a los
Vicerrectores y al Secretario, o a dos de dichas autoridades o a la mayoría de
los miembros de un Consejo Universitario; designar en cualquiera de estos
casos, a las autoridades interinas que hayan de asumir la dirección de las
Universidades Nacionales mientras se realiza la respectiva elección por la
comunidad universitaria; y procederá a la convocatoria de las correspondientes
elecciones, con arreglo a las disposiciones de esta Ley, dentro de los seis
meses siguientes a la decisión por la cual se acordó la remoción. Y la
del numeral 15: Designar a las autoridades interinas que hayan de asumir
la dirección de las Universidades Nacionales no experimentales, en los casos de
falta absoluta del Rector y los Vicerrectores o de más de la mitad de los miembros
del Consejo Universitario; y proceder a la convocatoria de las correspondientes
elecciones, con arreglo a las disposiciones de esta Ley, dentro de los seis
meses siguientes a la designación de las autoridades interinas.
El allanamiento y ocupación militar de la Universidad se
consumó el 29 de noviembre de 1970. Al amparo de la ley reformada se destituyó
a las autoridades, encabezadas por el rector Dr. Jesús María Bianco, y se
designó autoridades interinas, que recordaban al famoso Consejo de Reforma de
1951. Como en aquel caso, esta vez tampoco las autoridades interinas pudieron
asegurar la normalización de la UCV, y a duras penas fueron capaces de conducir
a unas elecciones en que resultó electo rector el Dr. Rafael José Neri,
lográndose una gradual normalización de las actividades universitarias a partir
de1972.
Justo es reconocer que, pese al carácter antiautonómico
de las reformas de 1970, nuestras universidades han podido gozar hasta el
presente de su autonomía, sin duda porque los sucesivos gobiernos, una
vez superadas las circunstancias traumáticas que dieron paso a esas reformas,
han respetado en lo esencial el principio autonómico. Sólo en el aspecto
financiero se ha entrabado el normal desempeño de las universidades,
regateándoles los aportes presupuestarios, bien por insuficiencia real de los
recursos del Estado, bien como instrumento de chantaje y dominación sobre unas
instituciones que, como las universitarias, por definición deben ser muy
críticas ante los designios gubernamentales.
Finalmente, el largo proceso cumplido en nuestro país por
la autonomía universitaria tuvo su feliz culminación en 1999, cuando, en
la Constitución dictada ese año se consagró, en los términos más amplios
imaginables, el régimen autonómico, tal como se define en el Art. 109:
El Estado reconocerá la autonomía universitaria como principio y jerarquía que
permite a los profesores, profesoras, estudiantes, egresados y egresadas de su
comunidad dedicarse a la búsqueda del conocimiento a través de la investigación
científica, humanística y tecnológica, para beneficio espiritual y material de la Nación. Las
universidades autónomas se darán sus normas de gobierno, funcionamiento y la
administración eficiente de su patrimonio bajo el control y vigilancia que a
tales efectos establezca la
ley. Se consagra la autonomía universitaria para planificar,
organizar, elaborar y actualizar los programas de investigación, docencia y
extensión. Se establece la inviolabilidad del recinto universitario. Las
universidades experimentales alcanzarán su autonomía de conformidad con la ley.
¿Significa todo esto que la autonomía universitaria, ahora
con rango constitucional, es perfecta, y que en nuestro país ha funcionado
cabalmente? De ninguna manera. Son muchos los vicios y fallas que en cada universidad
se han acumulado en los cuarenta y cuatro años de ejercicio autonómico. Pero no
es esta la ocasión de analizarlos y censurarlos, aunque hacerlo es necesario y
saludable, y se hará oportunamente. En todo caso, la autonomía universitaria,
como toda creación humana, es susceptible de errores, pero también es
perfectible.
La larga lucha por la autonomía universitaria
plantea un agudo problema que casi nunca los interesados abordan con la
sinceridad que se requiere. Me refiero a la relación de las universidades con
el Estado, y en especial con los gobiernos de turno. Como dije antes, es
sintomático que muchos políticos, mientras son ajenos o de oposición al
Gobierno se muestran fervientes partidarios de la autonomía universitaria,
pero cuando llegan al poder se convierten en sus enconados enemigos. La tentación
totalitaria de que se ha acusado a los regímenes de izquierda y de
tendencias socialistas no es exclusiva de estos. También muchos gobiernos y
partidos democráticos, aunque no sean definida o tentativamente izquierdistas
ni socialistas, suelen experimentar la necesidad de controlarlo todo, y de
ejercer su dominio sobre todas las instituciones sociales, con la coartada de
poner los recursos del Estado al servicio del progreso y del bienestar del pueblo.
Parece que ningún gobierno, cualquiera que sea su orientación ideológica,
tolera que una institución como la universitaria, a la que, además, financia,
sea incómodamente crítica frente a las políticas oficiales, sin darse cuenta de
que tal comportamiento de las universidades, antes que dañar las funciones de
gobierno, mas bien busca corregirlas y mejorarlas cuando ello sea menester. Se
da así la paradoja de que la autonomía universitaria sea mal vista tanto
por los gobiernos de derecha, como por los de izquierda, y en especial,
por supuesto, por las dictaduras, sean del signo ideológico que sean.
Esta paradoja es particularmente notoria en el caso de
los gobiernos revolucionarios, sobre todo cuando este calificativo no les es
discernido desde afuera y en virtud de sus logros y ejecutorias, sino que son
ellos mismos los que, apriorísticamente, se califican de tales. No hay político
supuesta o realmente revolucionario, sobre todo en Hispanoamérica, que no
incluya la autonomía universitaria en su bagaje ideológico, y hasta
hacen de ella una de sus más preciadas consignas políticas. Sin embargo, al
llegar al poder parecieran percatarse de que la autonomía estorba a sus
propósitos revolucionarios, en la medida en que les impide convertir las
universidades en instrumentos sumisos de sus propósitos de gobierno.
Sin embargo, no tiene por qué ser así. Todo gobierno, sea
de derecha o de izquierda, necesita instituciones vigorosas que tengan una
actitud severamente crítica ante las políticas oficiales. Tal es la función, en
una democracia normal, de instituciones como, entre otras, los partidos de
oposición y los medios de comunicación. Pero estos la ejercen desde una
posición política, aunque, en el caso de los medios, no necesariamente partidista.
Los partidos de oposición, obviamente, cumplen su función crítica y contralora
frente al gobierno de turno en razón de su carácter de alternativa, de su
propósito de sustituirlo conforme a las reglas democráticas. Los medios de
comunicación, aun siendo independientes de los partidos, cumplen también su rol
desde una perspectiva política, y en virtud de unos intereses determinados, no
siempre execrables ni tendenciosos.
Muy distinta es, por tanto, la misión crítica y
contralora de las universidades ante los organismos de gobierno. Esta elevada
misión está muy bien definida en el artículo 2 de la Ley de Universidades:
Las Universidades son Instituciones al servicio de la Nación y a ellas
corresponde colaborar en la orientación de la vida del país mediante su
contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales.
Entiéndase bien, son instituciones al servicio de la Nación, no del Gobierno de
turno, ni mucho menos del partido que lo ejerza. Además, su contribución es
esencialmente doctrinaria, y en consecuencia tiene que estar al margen
de la diatriba política y/o ideológica que sí es propia de los partidos y de
los medios de comunicación. Y resulta obvio que, para que las universidades
cumplan cabalmente tan importantes fines, necesitan gozar de la más amplia y
fecunda autonomía. Esta no tiene por qué reñirse con el carácter de
instituciones del Estado que tienen las universidades.
Un gobierno verdaderamente revolucionario no puede temer
a la autonomía universitaria. Es más, necesita de ella como fuente del
oxígeno que requiere para vivir. El mejor negocio que puede hacer un gobierno
que sea de verdad revolucionario, es mantener con las universidades unas
relaciones respetuosas y fecundas, de mutua cooperación, sin miedo a las
disensiones y controversias que en el desarrollo de ellas puedan generarse.
Esto es particularmente importante en los tiempos que corren, en que las
revoluciones políticas, si han de ser auténticas, no pueden prescindir de los
avances de las ciencias y la
tecnología. Y es obvio que las universidades son
fundamentales en el desarrollo científico y tecnológico, no sólo porque es
misión primordial de ellas crear, asimilar y difundir el saber mediante la
investigación y la enseñanza, como reza el artículo 3 de la Ley de
Universidades, sino también porque en su seno deben formarse las legiones de
profesionales y técnicos de todas las disciplinas, sin cuyo concurso
ningún gobierno ni ninguna revolución pueden llevar a cabo sus planes y
programas.
Correlativamente, el más grande error que pueden cometer
un gobierno y/o una revolución es tratar de imponer su dominio sobre las
universidades, pasando por encima de su autonomía. De intentarlo,
chocarán de frente con un profesorado y un estudiantado que tradicionalmente
han sido muy celosos en la defensa de su independencia, en virtud de una
antiquísima tradición en el mundo entero, y que en nuestro país ha tenido
episodios de indiscutible valor histórico. Y en consecuencia, el gobierno y/o
la revolución que de tal modo actúen, jamás conseguirán hacer de las
universidades instrumentos ciegos y sumisos de sus designios, y, en cambio, se
privarán del enorme y valioso aporte que ellas podrían ofrecer para el cabal
cumplimiento de los fines gubernamentales y/o revolucionarios.
¿Que esto es una utopía? Puede ser. Después de todo, la utopía ha
sido el verdadero motor de la
historia. Y es definitorio del espíritu humano no conformarse
nunca con lo que se tenga, por bueno que sea, sino aspirar siempre a algo
mejor.
(Conferencia
leída en la Sala de Conciertos de la Universidad Central de Venezuela el 10 de
marzo de 2003, en un acto en defensa de la autonomía universitaria)